Crítica de cine por J.J. Durán:Hasta el último hombre: Fe a prueba de balas

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La película más salvajemente violenta que se haya rodado jamás sobre un pacifista. Un filme antibélico que resalta los valores patrióticos de ir a la guerra. Un metraje que durante las escenas de batallas más brutales y dantescas que nos ha entregado el cine (desde ‘Rescatando al soldado Ryan’), se hace escuchar la palabra de Dios.
Fusil y biblia. Horror y honor. Odio y amor. Éstas son las contradicciones morales de ‘Hasta el último hombre’, el nuevo trabajo en dirección de Mel Gibson después de una década sin ponerse tras la cámara, que retoma, en cada plano y en cada secuencia en cámara lenta, toda la fuerza del cine épico.
No estoy descubriendo la pólvora al decir que Gibson posee un inmenso talento como contador de historias, capaz de excitar tu pulso y empujarte hacia adelante de la butaca cuando la escena lo requiere. En este caso, la historia basada en hechos reales de Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que se alistó voluntariamente en el ejército de Estados Unidos no como soldado, sino como médico.
¿Sabes que en la guerra suele haber uno que otro muerto? Le dice irónicamente uno de los superiores a Doss. A partir de ese interrogatorio se arma un conflicto dialéctico entre Doss vs todo el estamento militar, debido a que el joven recluta es un objetor de conciencia que se niega a empuñar un arma durante un entrenamiento.
¿Podrá este joven seguir sin coger un fusil y así cumplir el mandamiento de «no matarás», cuando al llegar a Okinawa su unidad recibió la orden de combatir en una de los enfrentamientos más sanguinarios de la historia? Ése es el dilema de esta película que arranca como un melodrama clásico, muy al estilo del cine de los cincuenta, para luego enlodazarse con el barro, el miedo, la desesperación y la muerte a medida que las tropas avanzan al acantilado de Maeda.
Ésta es la Segunda Guerra mundial según Mel Gibson, quien, en un acierto de elenco, supo encontrar en Andrew Garfield al actor capaz de hacernos reír en su incursiones ingenuas por el romanticismo, así como trasmitirnos esa sensación de desesperación y peligro constante en su arrebato (rayana en la locura) de valentía.
Así los espectadores que miran la pantalla grande acompañan a la tropa del joven Desmond Doss hasta los pies del acantilado de Maeda. Allí los soldados levantan la cabeza, clavan horrorizados e incrédulos la vista hacia una escarpada colina de más de cien metros y, después del fuego amigo proveniente de unos buques de guerra que bombardean detrás de la tropa, esperan la orden de su superior y comienzan a subir el acantilado sabiendo que van a una misión casi imposible. Una misión suicida. Y mientras esos soldados poco a poco se acercan a lo alto de esta colina a combatir contra los soldados nipones escondidos en cuevas con las metralletas a punto de escupir ráfagas de fuego, por curiosidad desvío un par de segundos mi vista de la pantalla para mirar a mi alrededor. No puedo ocultar mi incredulidad al ver una sala casi repleta de un público protegido del peligro detrás de sus palomitas de maíz.
¿Acaso el público no sabe todo el horror del combate que les espera, toda esa emoción que los hará saltar prácticamente de sus butacas con cada explosión? ¿Acaso no se dan cuenta que lo que estamos viendo es una película de Mel Gibson?
Sí, así es. Hablo del mismo realizador que convirtió el Vía Crucis de Jesús en una tortura que desgarró la carne y el alma (‘La pasión de Cristo’); el mismo que desde la cumbre de una pirámide maya hizo rodar cabezas y troncos humanos ensangrentados (‘Apocalypto’) y el mismo director que filmó cruentas batallas por la independencia de Escocia (‘Corazón valiente’). Por ello no me sorprendió que al finalizar los 131 minutos de película y encenderse las luces, el suelo del cine estuviese más desparramado de palomitas de maíz que de costumbre.

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